“El 17 de marzo de 1976 se venía la primavera en Paris, el día en que Michel Foucault, como corolario de su ciclo de charlas, acusaba de racistas a los marxistas revolucionarios”

    “Foucault brindó a la pequeñoburguesía urbana intelectual de occidente la coartada perfecta para recostarse en sus más oscuros y egoístas temores”

    “Como contrapartida, los foucaultianos del barrio, intoxicados con la famosa “microfísica del poder” tratan a los porteros, las enfermeras y las maestras como si fueran Donald Trump”

    “Podría haber utilizado su estrado para hablar de los aberrantes crímenes de la dictadura chilena, la nicaragüense, las secuelas de los yankis en Vietnam, pero no lo hizo”

    En 1976, una semana antes del golpe en Argentina, con Pinochet en Chile y los yankis habiendo concluido su masacre en Vietnam, Michel Foucault acusaba de “racistas” a los marxistas.

    “Me resulta difícil hablar de esto. Hablar así es jugar a la afirmación contundente.” Las palabras de Michel Foucault resonaban en el anfiteatro del Collège de France con una voz fuerte, eficaz, reproducida por los altoparlantes, única concesión al modernismo en una sala apenas iluminada por una luz que se eleva de unos pilones de estuco. En 1969, el filósofo del saber-poder había sido elegido por la asamblea general de profesores para integrar aquella institución, sancta sanctorum de la intelectualidad del estado francés.

    Pero ¿qué afirmación haría que Foucault perdiera su inamovible línea estilística, compuesta de tozudos potenciales? ¿qué vendaval de certezas habría barrido con los “cabría considerar”, “podría pensarse”, “habría que reflexionar”? Estaba por afirmar su tesis de que el socialismo, en cuanto se plantea seriamente el problema del poder, se convierte en un “racismo”.

    Así pretendía descalificar experiencias históricas heroicas de los trabajadores por emanciparse del yugo de la explotación “las formas de socialismo más racistas fueron sin duda el blanquismo, la Comuna y la anarquía…” Es decir, Blanqui que soportó años de cárcel por su insolencia de levantarse contra el poder burgués; la Comuna, el gran grito de libertad de los trabajadores del siglo XIX, donde se demostrara que podemos vivir sin los burgueses y la lucha de los anarquistas, heroica, solidaria, abnegada fueron “sin duda” (extraño término en Foucault) expresiones del racismo.

    Claro que un poco menos racista era según Foucault “la socialdemocracia” (a pesar de su “reformismo” nos dirá desde vaya a saberse donde). La hipótesis amañada es que cuando alguien se pone en pie de guerra contra la injusticia se convierte en “racista”. Por otra parte, ¿por qué referirse al menos conocido y más histórico Blanqui cuando tenía a mano el ejemplo del Che, de los vietnamitas, de la Fracción del Ejército Rojo alemana bien a mano?

    Obviamente, un cálculo político para tirar un tiro por elevación “Cuando se trató … de pensar el enfrentamiento físico con el adversario de clase en la sociedad capitalista, el racismo resurgió, porque era la única manera que tenía un pensamiento socialista… de pensar la razón de matar al adversario”.

    Hábilmente Foucault elude dar nombres propios, pero de sus “indudables” definiciones podríamos concluir que para él, Fidel Castro era un “racista”. Sigamos con Foucault “…desde el momento en que hay que pensar que vamos a estar frente a frente y que será preciso combatirlo físicamente (al adversario), arriesgar la vida y procurar matarlo, el racismo es necesario”. “Por lo tanto, cada vez que vemos esos socialismos, unas formas de socialismo, unos momentos de socialismo que acentúan el problema de la lucha, tenemos racismo.”

    Entronizado por la superestructura ideológica de un estado imperial, Foucault estaba denominando “racistas” precisamente a compañeros que, como el Che Guevara, hacía pocos años había dado su vida en las selvas de Bolivia, junto a mulatos, a latinoamericanos de rostro aindiado. Desde su perspectiva, entonces, pensar un socialismo sin racismo es dejar gentilmente el poder a la burguesía, ser políticamente correcto, llorisquear por aquí o por allá por alguna injusticia del régimen, hacer una huerta orgánica colectiva, pero nunca decir basta al sistema de explotación, tal es el legado teórico de Foucault y la práctica de la saga situacionista / autonomista que le siguió. El odio a la injusticia es condenado, la actitud acomodaticia, elevada a virtud.

    Pasados muchos años de oficialismo foucaultiano en las universidades latinoamericanas ya tenemos suficiente como para entender cuál fue el rol de su pensamiento. Foucault brinda a la pequeñoburguesía urbana intelectual de occidente la coartada perfecta para recostarse en sus más oscuros y egoístas temores, de manera tal que la tibia crítica salve la bienpensantez de aquellos que no tienen el coraje para ser explotadores, pero tampoco lo tienen para combatir la explotación. Así frente a un régimen irracional que lleva al planeta al límite de su equilibrio ecológico, que hace que los pobres subsidien a los ricos, Foucault nos dice que hacer capoeiras filosóficas es una opción moral ¿cómo no iba a ser entonces entronizado por el estado terrorista francés?

    La hábil estrategia de Foucault consistió en desplegar un incesante ataque como la mejor defensa. No era él un intelectual acomodaticio de un estado imperial, los racistas eran los que jugaban su vida por una sociedad más justa. Foucault no negaba la necesidad de un cambio, simplemente lo llevaba de manera escrupulosa al plano de la microfísica. Esperar la perfección del revolucionario es la mejor excusa para nunca hacer la revolución. Y como contrapartida, los foucaultianos del barrio, intoxicados con la famosa “microfísica del poder” tratan a los porteros, las enfermeras y las maestras como si fueran Donald Trump.

    Tanta escrupulosidad contra los marxistas revolucionarios nos lleva a otra reflexión: y el propio Michel, ¿desde dónde hablaba? ¿Acaso el teórico del contrapoder no era consciente del lugar que el propio poder le estaba proveyendo? ¿dónde estaba la sospecha sobre su propio lugar por parte de este “maestro de la sospecha”? ¿cómo podía dejar de ser funcional al sistema un filósofo que decía que la resistencia al poder era parte del poder? En Francia, M. F. era una carta a jugar para tratar de sacarle a la burguesía el sabor amargo que le había dejado el hecho de que el lugar de conciencia intelectual de la nación fuera ocupado por un pensador como Jean Paul Sartre, con quien se puede tener mayor o menor acuerdo pero que indudablemente estaba del lado de los desposeídos del mundo.

    El 17 de marzo de 1976 se venía la primavera en Paris, el día en que Michel Foucault, como corolario de su ciclo de charlas, acusaba de racistas a los marxistas revolucionarios. La misma acusación con la que Mussolini encarcelaba a Gramsci, pero con perfume francés y progresista.

    Por aquellos días en nuestro país se venía el otoño, presagio de un largo invierno: faltaba una semana para el comienzo de una historia en la cual una banda de asesinos al servicio del gran capital iba a bañar de sangre a nuestro pueblo ¿acaso iban a intentar acabar con el “racismo de clase”? Si leemos literalmente a Foucault tenemos que llegar a esa conclusión. Pero no seamos tan duros con Michel, su buena conciencia lo hubiera llevado a decir alguna frase de ocasión contra la dictadura si hoy estuviera entre nosotros. Poco importa que “el filósofo del saber-poder” hubiera asumido o no las consecuencias de sus dichos en un momento que desde nuestra visión argentina podemos observar como tan poco oportuno. Aún así, no podemos dejar de pensar que en ese momento podría haber utilizado su estrado para hablar de los aberrantes crímenes de la dictadura chilena, la nicaragüense, las secuelas de los yankis en Vietnam, pero no lo hizo. El dato jugoso y que nos sirve para comprender el carácter objetivo del discurso de Foucault es que por aquel entonces los militares del mismo estado francés que entronizaba al pensador en marras, el mismo aparato burocrático militar que apoyaba (y apoya) la publicación de sus obras, era el que mandaba a nuestro país a sus militares expertos en contrainsurgencia, a sus violadores y torturadores, a sus verdugos manchados con la sangre del pueblo argelino, a enseñar sus artes a nuestros milicos asesinos.

    No por nada, sus últimos años Foucault se dedicó a ensalzar a Friedrich von Hayek, un filósofo del neoliberalismo admirador de Pinochet. El arte de la academia de la burguesía es transformar a una personalidad con semejante recorrido en el máximo exponente del progresismo.

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    Comenzó a militar en 1982, en la Federación Juvenil Comunista, cuando Argentina aún era gobernada por la dictadura cívico - militar.

    En 1986/87 es enviado a la República Democrática Alemana a estudiar en la Escuela Superior de la Juventud "Wielhem Pieck" durante 10 meses.

    Psicólogo desde 1990 se focalizó en el trabajo con adicciones.

    Autor de "El hombre nuevo, la mujer nueva: ensayo sobre la transformación revolucionaria de la personalidad" (2002) y "Marxismo, caos y complejidad" (2008), "Psicología y Marxismo" (2017).

    En el año 2013 realizó conversatorios en Venezuela, sobre todo en el Estado Aragua donde se trabajaron los temas antemencionados. Desde febrero de 2014 y durante 6 meses desarrolló tareas de formación en todo el territorio venezolano convocado por la Escuela de Formación Argimiro Gabaldón. En ese marco asiste a las reuniones de formación de cuadros revolucionarios junto al diputado Jesús Faría.

    En 2018 funda la Escuela Latinoamericana de Formación Hombre Nuevo Mujer Nueva.